Tratamientos trastornos de la alimentación Dra. Paula Moreno

TCA pueden ser difíciles de diagnosticar, salvo los casos más graves, con cambios de peso muy significativos.

El motivo es que a menudo, las personas que lo sufren no piden ayuda, generalmente por el temor atroz a ganar peso o por vergüenza.

Además de las consecuencias negativas sobre la salud física, que son muchas, estos trastornos conllevan un gran sufrimiento emocional, con una tasa de suicidio en el caso de la Anorexia Nerviosa del 12 por 100.000.

Es fundamental un buen entrenamiento para poder ayudar a las personas que lo sufren, y realizar un enfoque de tratamiento multidisciplinar que incluya psicoterapia.

Si tú mismo o algún familiar puede presentar un TCA, no dudes en

Preguntas y respuestas sobre los trastornos de conducta alimentaria

En las personas que sufren de un TCA, la comida y su imagen corporal se convierten en una obsesión.

Todo gira en torno a ello, afectando a las distintas esferas de su vida (social, laboral, emocional…). No se trata de un capricho o una moda para la persona que lo padece, sino de un conflicto psicológico intenso, que provoca problemas emocionales y cognitivos y dan lugar a una intensísima insatisfacción con el propio cuerpo, así como a una alimentación anómala, que varía según el tipo de trastorno.

La persona que lo padece puede perder peso de forma exagerada mediante la restricción extrema de alimentos, el exceso de actividad física, los vómitos provocados, o el uso indiscriminado de laxantes y otros productos de farmacia o parafarmacia, o bien puede llevar a cabo atracones, que vienen a ser ingestas de grandes cantidades de comida en poco tiempo, con sensación de pérdida de control.

También puede llegar a haber una pérdida de la menstruación en las mujeres (amenorrea), lo que a la larga trae consecuencias muy negativas para la salud, como la osteoporosis precoz. Son frecuentes también el estreñimiento, la flatulencia, la hinchazón abdominal y el reflujo gastroesofágico. Otros signos objetivos que pueden estar presentes por ejemplo en la Anorexia Nerviosa son el lanugo (un vello corporal fino y suave), la tensión arterial baja, temperatura corporal baja, o la bradicardia (que el corazón lata más lento de lo normal).

En aquellos que se provocan el vómito podemos encontrar erosiones dentales o de la mucosa oral y faríngea, las caries, o la hipertrofia de las glándulas parótidas, que son las glándulas salivares, dando un aspecto de «cara de castor», pues el rostro un aspecto más ancho y cuadrado por debajo de la mandíbula, lo cual a su vez tiene otro impacto psicológico negativo sobre la persona que lo sufre, pues percibe una imagen más voluminosa de su cara.

Las analíticas sanguíneas pueden ser engañosas en un principio, ya que pueden ser normales en muchos casos, lo que no descarta que haya un trastorno alimentario. Quizás de lo más importante a tener en cuenta son las alteraciones del potasio, más frecuentes en pacientes vomitadores/as, ya que dichas alteraciones pueden producir arritmias del corazón.

Más allá de los síntomas y signos físicos, hay determinadas alteraciones emocionales y conductas que nos deben hacer sospechar en que pudiera haber un trastorno alimentario.
Así por ejemplo, estas personas suelen evitar situaciones sociales donde tengan que comer (cenas, tapeos…), o poner excusas para evitarlos («es que ya he comido en casa»…), y si no lo evitan, suelen buscar formas de compensar la ingesta realizada, que además se asocia a un malestar muy intenso por el miedo atroz a «engordar». Suelen volverse personas más tristes, irritables, o con tendencia al aislamiento social. Además, el rendimiento escolar también puede verse afectado.

Los más conocidos son la anorexia nerviosa, que se caracteriza principalmente por un patrón de restricción en la ingesta muy importante junto con un miedo intenso a aumentar de peso y una distorsión de la imagen corporal, y la bulimia nerviosa, donde lo que destaca son los atracones (ingestión de grandes cantidades de alimentos en cortos periodos de tiempo), con sensación de pérdida de control, comportamientos compensatorios posteriores (la culpa les lleva a autoprovocarse el vómito, el uso indiscriminado de laxantes, diuréticos, o a realizar ejercicio de forma excesiva).

No obstante existen cuadros mixtos o parciales, que de hecho son los más frecuentes. También es frecuente que un mismo sujeto pase de un tipo de trastorno a otro, quedando al final todo un espectro de posibilidades dentro de los trastornos de la conducta alimentaria.

Lo que tienen todos ellos en común es una insatisfacción muy importante sobre la propia imagen corporal y una manera anómala de relacionarse con la comida.

Estos trastornos suelen iniciarse en la adolescencia o preadolescencia generalmente, por lo que estas etapas de la vida son fundamentales a la hora de hacer un diagnóstico precoz.

Preocupantemente cada vez se ven niños que comienzan con estos trastornos a edades más tempranas, probablemente por los ideales imposibles de belleza que se ven en redes sociales como Instagram, revistas o la televisión.

La anorexia nerviosa suele debutar entre los 12 y los 18 años, mientras que la bulimia nerviosa puede detectarse más tarde, entre los 25 y los 40 años. Aunque sería más infrecuente, también pueden existir TCA de inicio a edades más tempranas, o incluso más tardías.

Lo fundamental es estar atentos a los primeros signos y síntomas que pueden aparecer, y hablar con su hijo/a de manera directa y abierta, expresando sus preocupaciones al respecto, sin acusar o juzgar. Es posible que los hijos nieguen o minimicen la situación de manera consciente o inconsciente. Además de eso, es prioritario pedir ayuda a un equipo profesional especializado, preferiblemente multidisciplinar en el que intervengan un psiquiatra, psicólogo, nutricionista y endocrino.
La detección y el tratamiento precoz de los TCA mejora el pronóstico, ya que permite actuar sobre un paciente que todavía no ha perdido mucho peso, no ha desarrollado todos los síntomas, y su salud no se ve muy comprometida.
Las distorsiones cognitivas y consecuencias emocionales suelen responder mejor a tratamiento si el cuadro lleva poco tiempo de evolución.

Normalmente los pacientes con TCA niegan la enfermedad, o las consecuencias derivadas de ésta. Es frecuente que quienes lo padecen no sean conscientes de la gravedad del problema, o que tiendan a minimizarlo. Además, el propio miedo desproporcionado a aumentar de peso que genera la propia enfermedad, hace que sea aún más difícil que estén dispuestos a recibir tratamiento. A menudo son los familiares los que acuden a la consulta desesperados, sin saber qué hacer o qué decir a la persona afectada, tras haber probado diversas estrategias fallidas para que estas personas vuelvan a comer o a alimentarse de una manera saludable.

Es muy importante asesorar a los familiares para que instauren unos patrones de alimentación adecuados de forma progresiva, con la idea de revertir la malnutrición o desnutrición establecida, así como ofrecer psicoeducación sobre la enfermedad y proponer estrategias eficaces de manejo. Se enseña a los familiares una serie de pautas de manejo conductual y de apoyo emocional y soporte que les permita iniciar el tratamiento lo antes posible.

En los casos más graves en los que existe importante afectación física y riesgo sobre la integridad física, con nula conciencia de enfermedad, será necesario un ingreso hospitalario involuntario mediante una autorización judicial. Una vez recuperada una salud física mínima, en muchos casos se hace necesario pasar a un programa de Hospital de Día, para finalmente continuar con un seguimiento ambulatorio en consultas externas.

Existen factores genéticos (presentar familiares de primer grado con TCA, trastorno bipolar o depresión predispone a padecer TCA), temperamentales (trastornos obsesivos o trastornos de ansiedad en la infancia también predisponen), el género (es un trastorno 10 veces más frecuente en mujeres que en varones) y factores ambientales (culturas en las que hay una mayor presión social por la delgadez) que son el caldo de cultivo sobre el cual puede desarrollarse un TCA.

El abordaje debe ser integral y multidisciplinar.

En primer lugar, hay que tratar el pilar nutricional. Está demostrado que la desnutrición no solamente afecta al cuerpo, sino también a la mente, pues su actividad cerebral queda disminuida (todo el cuerpo y el sistema nervioso se ponen «en modo ahorro» ante la falta de nutrientes). Además, la desnutrición en sí misma, predispone a padecer trastornos mentales como la depresión, aumento de la obsesividad, etc. independientemente de que haya un TCA de base o no. Dependiendo de la gravedad del trastorno, puede ser necesaria la intervención de un nutricionista, endocrinólogo, o incluso la hospitalización, si la vida de la persona está en peligro.

Otro pilar a tratar es el psicológico, para abordar las creencias erróneas sobre el peso, los falsos mitos sobre la alimentación, y tratar de modificar las conductas inadecuadas que sustentan el TCA. Asímismo, deberán tratarse otros trastornos mentales acompañantes que pudieran aparecer (como por ejemplo la depresión, o la ansiedad).

Por último y no menos importante, se debe trabajar en el pilar familiar (padres, pareja…). Ayudarles a entender también el trastorno, entender cómo piensa el paciente y qué le hace llevar a cabo esas conductas anómalas o sufrir esos miedos irracionales. De este modo, podrán ayudar mejor a sus seres queridos y acompañarles y apoyarles en el proceso de cambio, el cual en ocasiones es por desgracia muy lento.

Cualquier enfermedad supone un estrés y el sistema familiar se tiene que adaptar a la nueva situación. No obstante, cuando la enfermedad no se conoce bien o se tienen falsas creencias sobre ella, es aún peor. Por ello la terapia familiar es tan importante en estos casos. Es fundamental que la familia reciba el asesoramiento profesional sobre lo que está ocuriendo, cómo abordarlo y manejarlo. Entender que durante el proceso puede haber recaídas, o patologías comórbidas (depresión, ansiedad, abuso de sustancias…) y abordarlas también. La media de tratamiento de un trastorno de este tipo está entre los 2 y los 4 años. En ocasiones la familia también necesita ser atendida para minimizar el desgaste emocional que ello supone.