La discapacidad intelectual es consecuencia de una patología que se manifiesta antes de los 18 años y fruto de la cual surgen limitaciones en algunos aspectos de la vida, que se derivan de deficiencias de las funciones intelectuales y del comportamiento adaptativo.
Las personas con discapacidad intelectual, como los demás, no forman un colectivo indiferenciado ni homogéneo. Es preciso fomentar actitudes orientadas hacia el respeto a la diferencia, la identidad propia y de apoyo concreto a las necesidades de cada persona.
Pero, ¿a qué nos referimos con apoyo?
Se trata de recursos y estrategias para promover el desarrollo, la educación, los intereses y el bienestar personal de alguien, para mejorar su funcionamiento individual.
Así pues, la gravedad de una discapacidad intelectual ya no se define según el cociente intelectual, sino que se mide según el funcionamiento adaptativo, pues es dicho funcionamiento el que determinará el nivel de apoyo que la persona discapacitada necesita.
Además, las necesidades de las personas con discapacidad intelectual van cambiando y evolucionando como las de cualquier persona. Y los apoyos no serán necesarios siempre y ante cualquier circunstancia.
Hay que tratar de hallar el equilibro.
Quienes dan apoyo a las personas con discapacidad intelectual deben favorecer la capacidad de elección de éstas, dentro de sus posibilidades, ayudándolas a establecer sus metas personales y los planes para alcanzarlas, pero sin condicionar sus decisiones, apostando por su autonomía personal y determinación.
En ocasiones, puede ser necesaria medicación para ayudar a tratar alteraciones de conducta o de otro tipo: las personas con discapacidad, como cualquier persona, pueden deprimirse, o pueden presentar otros trastornos mentales, aunque puedan manifestarse de forma diferente.